viernes, 21 de enero de 2011

¿No te cansa vivir en tu mentira?

El miraba el horizonte nocturno mientras se subía el cierre del abrigo, la playa en la cuenca del Río de la Plata siempre fue ventosa. Cerró los ojos e instintivamente buscó, guiándose con la punta de los dedos, el viejo bolsillo. Encontró algunos papeles, boletos de colectivos, envolturas de caramelos y finalmente la maltrecha caja de cigarrillos, donde encontró sus últimos dos compañeros para aquella, su noche.
El aire apestaba a muerte y a cañón, -La pólvora quemada me recuerda al año nuevo- pensó. Y el año nuevo le vino con los recuerdos del vitel toné, la ensalada rusa, la tía brindando con mamá, el delicioso mantecól, las discusiones con la abuela y finalmente el fuego, el fulgor y Marito qué siempre venía a las 12:30 con la mochila llena de rompe portones.
Hablaba sobre el amor y el respeto. Hablaba sólo, como un loco. Se le llenaban los ojos de lagrimas y se le abarrotaban las palabras en la boca. Entonces prefería cerrarla y contemplar el horror. Palpó los bolsillos buscando la cajita de fósforos -¿Quién me guardará los fósforos usados?-. Levantó la vista y una lagrima que había quedado pegada le saltó y rodó casi hasta la oreja. Miraba al cielo y se mordía los labios. Le quedaba solo un pequeño fósforo con la cabeza rojiza rogando por arder y enfrentar su destino, deseando implícitamente el unirse a sus compañeros que ya lo habían alcanzado. Encendió su penúltimo cigarrillo, aunque pensaba que al no tener más cabezas para hacer estallar este se convertía en su único compañero en la noche. Aspiró fuerte y parejo, dejó salir al humo por completo de manera abrupta para luego dejarse caer hacia atrás sobre la arena.
El cielo era hermoso, lejos de la ciudad pudo apreciar el estrellado firmamento, casi tan real. Esas estrellas y las olas eran lo único que lo rescataba. Pero el viento helado le golpeaba los pies descalzos y lo hacía pensar en la ultima vez que había respirado y la ultima vez que lo había mirado a los ojos. Ese frío lo devolvía y lo obligaba a incorporarse y no mantenerse estático. Todavía se escuchaban ecos de los cañonazos, gritos de las personas asustadas y si se miraba con atención se veían en el río pequeñas balsas apenas iluminadas, generalmente con desertores o exiliados políticos. El no había pasado el examen médico y lo confundía con dicha y fortuna. No estaba seguro de si prefería que hubiese sido de otra manera. Pero se contradecía con increíble rapidez y llevando su mano al pecho y apretandolo levemente se sentía agradecido por vivir.
Fumaba y caminaba, cada vez más rápido, viendo si podía rezagar su mente, si con las huellas que dejaba en la arena podía librarse de ese terrible tormento, esperando que las olas con su cíclico movimiento borraran el dolor, la muerte y la soledad como si fuesen marcas en el suelo.
Giró y gritó, pedía liberarse. Lo pedía con el alma, mientras lamentaba prematuramente la muerte de su cálido compañero. Realizó otra desesperada búsqueda en los rotos bolsillos -Alguno se debe haber caído de la caja, y la soledad no es cosa de fósforos- pensó. Sentía que el destino lo había atado a sus fantasmas esa noche, y era imposible salir de horror.
Se tumbó y con los pies cruzados abrazó sus rodillas. Miró hacía su izquierda, a su derecha y luego fijamente hacia adelante. Un enorme alivio lo invadió y disfrutó de la ultima saboreada al cigarrillo. Ya no habían marcas en la arena, ya no quedaba nada más que el ensimismado y su moribundo compañero. Sonrió cerrando los ojos. Ya estaba limpio. Sacó el último cigarro y lo encendió con la ultima chispa de vida de el anterior, sonrió, habló un poco más del amor, contempló por última vez el horror, olió la muerte, sintió un escalofrío, aspiró y soltó el humo lentamente.