martes, 3 de mayo de 2011

Otra vez abro los ojos, los abro para que vuelvas a desaparecer. Cierro para verte, te miro y nos vemos cada vez más de cerca, muy cerquita, y chocamos respirando el mismo aire, pero me señalas a un costado y me das un golpe, entonces me doy cuenta de que vuelvo a estar solo. Por ultima vez te doy un ratito más en mis sueños, se hacía tarde. Vuelvo a enredar mi mano en tu pelo hundiéndola hasta lo más profundo y vos me clavas los dientes en el brazo y reímos, y yo te muerdo la boca y luchamos un rato, pero yo solo pienso en que es otoño, y que mis sentimientos están exiliados.
Casi sin pensarlo caminó por los restos de la devastada ciudad y esquivando el transito intentó abandonarla, guiándose por las formas del suelo queriendo escapar del sentido. Pero se olvidó que la vida es tirana, y que en la ciudad corre el veneno y esa esencia maldita que aconseja por el mal y vuelve oscura a la gente, olvidando que el hacía nacido distinto se dejó engañar. Buscó con la mano la vieja caja metálica, tan despintada que solo guardaba pequeñas partes resquebrajadas de el fondo verde y las letras blancas, y encontró cuatro cigarros armados. Maldiciendo para si mismo buscó en el otro bolsillo algún billete que lo sacase del apuro y le permita comprar más tabaco, no iba a aguantar todo el día y menos con todo lo que estaba por venir.
Entre los viejos escombros y las hojas secas de otoño que le llovían por doquier fumaba manteniendo un ritmo constante entre algunas pisadas, quebrando hojas color ocre o amarillentas. El mal gusto de boca iba creciendo y el seguía caminando cómo un autómata mientras el dolor aumentaba y el olor a muerte se apoderaba de su nariz tan afectada por el frío. Le comenzaban a doler las manos, y la cara, mientras que la suave y helada ventisca que lo golpeaba aumentaba su poder estrepitosamente, hasta convertirse en un pequeño huracán que lo intentaba detener pero no podía con su paso. No paraba de preguntarse por qué ella seguía en sus sueños, no podía entender cómo había llegado hasta ahí y no creía que se encontrara parado en ese campito que era de florcitas amarillas, y que ahora era tan rancio, que olía tan mal, que le dolía tanto.
Se sentó en el suelo y con ambas manos tomó su cabeza. Las lagrimas corrían congeladas y filosas por las mejillas. La volvía a odiar y volvía a odiar esa ciudad muerta, ese campo nefasto, esa existencia vacía con la que la gente parecía estar conforme, y con su necesidad de amar y enamorarse. Cómo iba a poder imaginarlo?
Se desmoronó, se desprendió se si. Fue entonces cuando vio como volvía con paso lento y ligero, se vio cómo se ven a las personas desde un balcón no muy alto. Se vio espantado, perdido y con miedo. Vio el sol que amanecía, asomando entre los viejos edificios del barrio de su infancia. Se vio y se sonrió, y sintió la felicidad de la seguridad, de el encontrarse bajo control nuevamente. Caminó una cuadra más y se encontró con su sonrisa, y una remera grande que la usaba de camisón, y unos guantes y unas orejeras. Le dio un abrazo, lo golpeó con fuerza, le dio un beso, le convidó un cigarro, lo volvió a golpear y olvidó ese horrible campo al que la déspota vida lo había llevado esta fría y otoñal madrugada tantos años más tarde, lo volvió a besar y volvió en si nuevamente.